Todos los caminos
conducen a Roma. En la época de la conquista romana, éstos construyeron
un eficiente sistema de vías que agilizaron el comercio. Cual sea el camino que
tomaran, al final siempre llegaban a Roma, de allí la expresión. Hablar de Roma
es hablar de un lugar lejano. Sería bueno pensar en dónde está la Roma de cada
uno, el eje geográfico que elige el alma.
Nací en la calle Cullen, en el barrio de Villa Urquiza. Allí también
viven desde hace veinte años mis abuelos maternos. Esa calle me recuerda largas
tardes y mediodías de domingo después de comer los fideos de la abuela. Me
recuerda cuando salía a la calle a andar en bicicleta con algunos vecinitos. Cullen
en mi vida es poesía, es el recuerdo de la infancia en el barrio. Son imágenes
desgastadas en el tiempo pero llenas de sonrisas.
Sobre Cullen había un gran árbol que caía sobre la ventana del departamento
de mis abuelos. Mi abuela siempre decía que por eso siempre aparecían
cucarachas en el living. Aunque la idea de esos feos insectos no me gustaba en
lo más mínimo, estaba segura de que ese árbol tenía algo especial: ¿Sería el
gran agujero de su corteza? A veces parecía ser el árbol de Pocahontas. También
era el lugar perfecto para jugar a las escondidas.
No solo por eso era especial sino también por su grandeza. Siempre que
pasaba por allí me quedaba un instante mirando sus enormes hojas, que entre una
y otra dejaban entrever algún cálido rayito de sol. Puedo verme de pequeña paseando
en mi bicicleta color lila de una punta a otra de Cullen. Llegar sin compañía
en bici a la esquina de Triunvirato
ya me daba miedo, eso implicaba estar lejos: el árbol estaba llegando a la otra
esquina, la de Colodrero.
Bajo la sombra de ese árbol, el mío, me sentía segura. ¡Qué bueno hubiera
sido construir una casita allí arriba! Pero pensándolo bien, en verdad tenía
una: La casa de mis abuelos era mi casita del árbol, me encantaba estar allí.
Cuando comencé a volver de la escuela sola, sé que me dejaban hacerlo
porque sólo tenía que caminar una cuadra, aunque era larga, por la calle que
conocía perfectamente desde Colodrero hasta Triunvirato, desde el puesto de
diarios hasta el quiosco.
Un día de enero, años más tarde, mis abuelos me contaron que las raíces
del árbol de Cullen estaban levantando el piso de su living y que el gobierno
de la Ciudad había decidido talarlo. Cullen seguía en pie aunque más gris, más
espaciosa, con un gran ausente.
Mientras tanto yo seguía pasando por allí, casi caprichosamente, sin un
por qué, sin árbol. En 2009 mi abuelo tachó la segunda de las cláusulas del
famoso dicho sobre lo que debe hacer un hombre para tener una vida feliz: Tener
un hijo, plantar un árbol, escribir un libro. Ahora solo le queda ponerse a
escribir. Las vueltas de la vida han devuelto a esa hermosa calle su árbol.
Pasaron muchos años, muchas situaciones de mi vida, me mudé varias veces.
Hoy Cullen está muy cambiada. El ciclo de la ciudad transformó las casas en
enormes edificios y los niños ya no juegan en la vereda. No disfrutan de sus
árboles. Siempre que tengo que elegir un camino elijo pasar por Cullen. A veces
por hacerlo me desvío, pero eso no me importa. Cuando vuelvo de la facultad,
cuando voy al trabajo, para ir a hacer compras, cuando voy a visitar amigos:
hacia allá voy inconscientemente, porque de allí soy.
Comprendí que la casa de mis abuelos siempre va a tener encanto, porque
los que son especiales son ellos y cualquier cosa que a ellos se refiera,
podría haber sido otra calle, podría haber sido otro árbol. Pienso que el ciclo
de la vida va a hacer que en algún momento otra vez los niños puedan volver
a disfrutar de jugar en la vereda de la
casa de sus abuelos con sus bicicletas
bajo la sombra de sus árboles. Por las dudas, mi abuelo ya plantó dos.
"Todos los caminos conducen a Roma", la ciudad eterna. Roma,
más que un punto geográfico era un Imperio, por eso todos llegaban a allí. Dios
-el universo, la historia, como quieran llamarlo-, decidió que fuera Roma y no
otra Ciudad.

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